Uno de los mitos más arraigados en la sociedad hoy es que “más” significa “mejor”. No es así. Más es diferente, no mejor.
En el caso de la superdotación cobra especial importancia en la medida que una de las características definitorias de éstas personas es precisamente ese “más”. Son más inteligentes, más rápidos comprendiendo y aprendiendo, más creativos, más sensibles, más intensos en general, más…. pero, sobre todo, más susceptibles de tener éxito y más vulnerables al fracaso.
Esa creencia de “más es mejor” ha contribuido a que se les vea como un colectivo privilegiado, de élite, personas autosuficientes, no necesitadas ni merecedoras de ayuda por haber sido tocadas con el favor de los dioses o la naturaleza…
Muchos niños sufren una profunda incomprensión como consecuencia de los mitos y estereotipos que se han construido en base a esos rasgos en los que la condición cuantitativa (más) se traduce en una falsa condición cualitativa (mejor).
Muchos adultos han crecido con un sentimiento de culpa ocultando, a veces, sus habilidades o capacidades por miedo al rechazo. Otros, también es cierto, se muestran soberbios y arrogantes, y presumen de una capacidad superior. Aprendieron mal, y levantaron defensas muy altas a su alrededor.
El “más es mejor” nos aboca a todos, superdotados o no, a un sentimiento de injusticia por el reparto de dones y una cierta rebelión.
Cada rasgo o atributo tiene una doble vertiente, una positiva y otra negativa, una ventaja y un inconveniente. Y las personas “somos”, simplemente somos, y una medida no ha de significar un juicio comparativo, es información que nos ayuda a conocer.
Los estereotipos y las ideas poco ajustadas a la realidad nos aíslan. Es la conexión lo que necesitamos.
La diferencia es sana, enriquecedora, nos permite aportar y aprender, supone una ganancia común.