Solía pensar que el acoso, en cualquiera de sus formas tenía la voluntad de dañar a otros. Así durante mucho tiempo consideré que los acosadores, y también los consentidores (no es posible el acoso sin ellos) merecían un castigo acorde al daño infligido.
Hoy creo que, aún cuando las acciones de las que cada uno es responsable deben ser seguidas de consecuencias, éstas van más allá de la acción punitiva.
Son lamentablemente muchos los casos cercanos, y no tan cercanos, de acoso que conocemos los que convivimos con personas de AC. La diferencia suele ser penalizada en cualquier sentido. En un sistema en el que la ley predica la atención a la diversidad, las acciones educativas van orientadas (con excepciones) a la homogeinización. No queremos un hijo diferente. ¿Cuántas veces hemos oído: “Yo quiero que mi hijo sea normal”?
Y es que el entorno no favorece esa integración. Culturalmente asociamos diferente a peligro. La emoción que está presente ante algo que no conocemos es frecuentemente miedo. El miedo nos coloca ante dos alternativas: lucha o huida.
Trasladado las aulas: un alumno es diferente y otro lo considera una amenaza. Elige la agresión. Otros se pueden sumar a ella y el resto optarán por la huida (los que miran esperan secretamente que mientras haya otra víctima el agresor estará entretenido y no se fijará en ellos), es decir, ponen en acción otro mecanismo de defensa.
¿Y el profesor? El profesor, las más de las veces, no tiene herramientas y recursos con los que afrontar el problema. Mirar para otro lado y negar o minimizar el problema es una forma de huída.
¿Qué pasaría si desapareciese el miedo?
El miedo nace, en muchos casos de la ignorancia, de no saber, de la falta de datos. En nuestra historia evolutiva no ver, tras un ruido, detrás de los matorrales o en la oscuridad, era señal suficiente para disparar el miedo.
Hoy, si conociésemos a la persona que tenemos enfrente, probablemente no la consideraríamos un peligro. Y si fuese así, sabríamos en qué medida y qué otras estrategias nos permiten minimizar el daño. Pero el miedo es libre, en muchos casos inconsciente, y una agresión que termina con éxito nos hace sentir más seguros, con más poder y más competentes. Pero nos estamos engañando. El espacio y el respeto no pueden ser ganados con ningún tipo de violencia.
¿Qué podemos hacer?
Aumentar nuestra competencia, aprender a leer las emociones, las nuestras y las de la persona que está al lado, entender su significado, a comunicarlas y a regularlas.
Todos somos responsables de nuestras acciones, y tenemos capacidad de obrar bien y obrar mal. Las consecuencias deben seguir a los actos, pero ¿y si aprendemos una nueva forma de interpretar la realidad? ¿Y si aumentamos nuestras habilidades y recursos para gestionar situaciones de conflicto?
La educación emocional puede frenar la espiral del miedo, la que hace que se dispare la agresión y que se perpetúe la negación o pasividad del sistema frente a situaciones dolorosas.